Un encuentro doloroso entre generaciones heridas
Ps. Mabel Guillén. Mg. Terapia familiar sistémica. Terapeuta de pareja
Tenía lo que necesitaba. Pero nunca sentí que alguien me mirara de verdad. Siempre estaban ocupados, discutiendo, trabajando… yo aprendí a no molestar. — Marcelo, 48 años
Recuerdo que no podía entender por qué me pegaba con la correa sin detenerse y repetía que era por mi bien, que a él le dolía más que a mí. En mi mente de niña, eso no tenía sentido… solo sabía que dolía física y emocionalmente. Por años pensé que algo en mí debía estar muy mal para merecer eso. — Valeria, 36 años
El dolor del hijo adulto: una infancia herida
Durante décadas, muchas prácticas de crianza violentas se normalizaron bajo la premisa de que “era por amor”, “para disciplinarte”, porque “hay que enderezar el árbol torcido”. Sin embargo, lo que para la generación pasada «fue corrección», a la gran mayoría de las hijas e hijos les significó miedo, confusión y vergüenza.
Las heridas no son visibles a simple vista, pero son vividas en la dificultad para confiar, para expresar las emociones con libertad, en la autoexigencia extrema, en el miedo a fallar.
Estos hijos adultos llegan a terapia con profundas heridas, tales como: el sentimiento de haber sido invisibles durante su propia infancia, o de haber sido vistos solo cuando cometían errores para ser castigados físicamente.
No se trata de falta de comida, de un techo, de salud física, de vacaciones o de educación. Se trata de una ausencia emocional que marcó su desarrollo afectivo y su autoestima.
Sus padres estaban ahí, pero centrados en otras cosas: en sus carreras, sus problemas de pareja, en sobrevivir económicamente, en “ser buenos proveedores”, en la búsqueda de su propia realización. Sin embargo, el hijo/a necesitaba la conexión emocional, una mirada que lo contuviera, una voz que nombrara sus miedos y abrazara sus inseguridades.
El niño creció, pero su dolor permaneció. Se transformó en algo más complejo. Hoy se pregunta entre otras cosas:
- ¿Por qué me cuesta confiar en mí y en los demás?.
- ¿Por qué tengo miedo de no ser suficiente?
- ¿Por qué reprimo mi enojo?
- ¿Por qué me siento solo/a aun estando acompañado?.
- ¿Por qué no puedo salir de mi relación de pareja tóxica?.
El dolor de los padres: cuando ya no se puede volver atrás
Cuando los padres pueden mirar el sufrimiento del hijo, comienzan a darse cuenta con más claridad lo que antes no podían o no querían ver. A veces es una conversación difícil, una mirada o un silencio activa esta terrible toma de conciencia: “Te hicimos daño”.
Dicho reconocimiento no surge desde la culpa que paraliza, sino desde el dolor profundo de comprender que, en medio de sus propios conflictos de pareja, estrés laboral o crisis personales, perdieron de vista lo más importante: el corazón de sus hijos. En ese caos, en esa lucha interna, sus hijos crecieron sintiéndose solos, invisibles y atemorizados.
Muchos padres, sin una red de apoyo emocional ni modelos saludables a los que aferrarse, repitieron patrones. Otros se prometieron no hacer lo mismo que vivieron en su propia infancia, pero al enfrentarse a la presión diaria, cayeron en las mismas prácticas.
Descargaron su frustración en forma de gritos o castigos físicos, confundieron autoridad con control, y creyeron que trabajar sin descanso era suficiente muestra de amor. Pero los niños no entienden de sacrificios laborales, entienden de abrazos, de presencia con tiempos de calidad, de sentirse seguros.
El despertar a esta realidad está acompañado de lágrimas, de noches sin dormir, de un corazón que se rompe por dentro. ¿Cómo reparar? ¿Cómo mirar a los hijos a los ojos y reconocer ese daño?.
Es un dolor profundo, porque ya no se puede volver atrás. Ya no hay un niño que consolar, sino un adulto dolido que a veces no quiere —o no puede— perdonar. Y los padres se enfrentan a esa mezcla dolorosa de amor, culpa, impotencia y confusión.
Duele porque saben que al hijo le duele.
Duele porque aman y no saben cómo reparar.
Duele porque sienten que, si el hijo los perdona, ellos descansan… y eso también les duele, porque no quieren que su hijo cargue con la responsabilidad de “liberarlos”.
Y por debajo de todo eso, se encuentra algo mucho más complejo: el hijo ama tan profundamente a sus padres, que se siente culpable por reclamar y al mismo tiempo no puede dejar de responsabilizarlos por las heridas que hasta hoy lo acompaña.
Es un duelo doble: para los hijos, por lo que no tuvieron. Para los padres, por lo que no supieron o no pudieron dar.
Reescribir la historia: acciones posibles para reparar y sanar
Reescribir la historia no significa negar lo vivido, tampoco inventar un pasado distinto. Significa reinterpretar con conciencia, resignificar desde el presente. También es elegir en qué parte de esa historia enfocarse para organizar y narrar un nuevo relato
Para los padres:
- Escuchar sin defenderse ni justificar: No se trata de estar de acuerdo con todo lo que el hijo dice, sino de comprender su dolor desde su vivencia. Validar sin explicar. Escuchar sin interrumpir.
- Asumir el impacto, no solo la intención: Tal vez no hubo intención de dañar, pero hubo daño. Reconocer eso, sin justificarlo, es un acto de amor.
- Pedir perdón con humildad: Un perdón profundo no espera ser absuelto. No presiona. Simplemente se ofrece desde el corazón: “Lamento haberte herido, aunque no me di cuenta en ese momento. Hoy lo veo, y estoy aquí si quieres sanar conmigo.”
- Trabajar su propia historia: Muchos padres repiten lo que vivieron. Comprender eso no es excusa, pero sí clave para romper el ciclo. Buscar apoyo terapéutico es un acto de valentía y responsabilidad.
Para los hijos adultos:
- Validar el dolor sin quedarse anclado en él: Sentir, nombrar, llorar. Pero también decidir qué hacer con él. No para olvidar, sino para transformar y recordar sin dolor.
- Diferenciar culpa de responsabilidad: Responsabilizar no significa dañar ni odiar. Significa comprender el origen del dolor y hacer algo con eso. La culpa paraliza, la responsabilidad habilita.
- Elegir si perdonar, cuándo y cómo: El perdón es necesario para sanar, pero no siempre se da en un momento, la mayoría de las veces, es un proceso. No es una carga, es una elección que se da cuando hay suficiente elaboración interna. Puede darse en silencio, en palabras o en actos.
- Buscar su propio camino para sanar las heridas: Aun cuando los padres no puedan reparar, el hijo sí puede sanar. A través de terapia, vínculos sanos, expresión emocional, procesos creativos y espirituales. La sanidad es un derecho personal y es una realidad.
Testimonio final: un puente posible
Mi madre no me pidió perdón de inmediato. Primero me escuchó, no se justificó, lloró conmigo. Se atrevió a decir: «sí, yo fui así». Y eso cambió todo. Yo no la perdoné enseguida. Pero a partir de ahí, algo empezó a transformarse entre nosotras. Hoy, no hay una herida abierta… hay una cicatriz que cuidamos juntas. — Carolina, 42 años.
Muchos hijos pueden reconstruir su identidad desde un lugar más fuerte y compasivo. Algunos logran reconciliaciones profundas con sus padres. Otros, simplemente, encuentran paz sin necesidad de ese reencuentro. En ambos casos, la historia ya no tiene el mismo peso. No se vive como condena, sino como aprendizaje. No se olvida, se recuerda sin dolor. Se vive plenamente el aquí y el ahora.
Los padres por otro lado, pueden preguntarse:
- ¿Y si ya es tarde?
- ¿Y si mi hijo no quiere hablarme?
- ¿Y si no me perdona?
Esas preguntas son válidas, humanas. Pero no es el final de la historia. Aún se puede reescribir la historia. Aunque no haya reconciliación, puede haber comprensión. Aunque no haya abrazo, puede haber respeto. Aunque no haya retorno al vínculo, puede haber transformación interna.